24.1.07

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA.

Atanasio, shamán de la etnia cofán de la Amazonia ecuatoriana. Foto: Pete Oxford.


Clastres, P (1987). Gedisa, México

Hace algunos años el término etnocidio no existía. En el espíritu de sus inventores esta palabra estaba destinada a traducir una realidad no expresada por ningún otro término, porque había que pensar en algo nuevo o bien algo viejo pero sobre lo que todavía no se había reflexionado. Se consideró inadecuado el término genocidio, cuyo uso estaba muy difundido desde mucho tiempo atrás.

El concepto jurídico de genocidio se creó en 1946 durante el proceso de Nuremberg, como toma de conciencia en el plano legal de una criminalidad desconocida hasta el momento: el exterminio sistemático de los judíos europeos por los nazis alemanes. El delito jurídicamente definido como genocidio hunde sus raíces, por tanto, en el racismo. Las guerras coloniales que se sucedieron en el Tercer Mundo a partir de 1945 y que, en algunos casos, todavía perduran, dieron lugar a acusaciones precisas de genocidio contra las potencias coloniales. Pero el juego de las relaciones internacionales y la indiferencia relativa de la opinión pública impidieron lograr un consenso análogo al de Nuremberg; jamás hubo persecuciones.

Si el genocidio antisemita de los nazis fue el primero en ser juzgado por la ley, no fue el primero en perpetrarse. La historia de la expresión occidental en el siglo XIX, de la constitución de los imperios coloniales por las grandes potencias europeas, está jalonado de masacres metódicas de las poblaciones autóctonas. Por la amplitud de la caída demográfica que provocó, el genocidio de los indígenas americanos es el que más ha llamado la atención. A partir del descubrimiento de América en 1492, se puso en marcha una maquinaria de destrucción de los indios. Esta máquina aún funciona allí donde subsisten, por toda la gran selva amazónica, las últimas tribus “salvajes”. En el curso de los últimos años se han denunciado masacres de indios en Brasil, Colombia, Paraguay, y siempre ha sido en vano.

En América del Sur se puede encontrar la diferencia entre genocidio y etnocidio, ya que las últimas poblaciones indígenas son víctimas simultáneamente de estos dos tipos de criminalidad. Si el término genocidio remite a la idea de “raza” y a la voluntad de exterminar una minoría racial, el de etnocidio se refiere no ya a la destrucción física de los seres humanos sin a la de su cultura. En suma el genocidio asesina los cuerpos de los pueblos, el etnocidio los mata en su espíritu.

En América del Sur, los asesinos de indios llevan al colmo la posición del Otro como diferencia: el indio salvaje no es un ser humano sino un simple animal. La muerte de un indio no es un acto criminal. ¿Quiénes practican, por otra parte, el etnocidio? ¿quién ataca el alma de los pueblos?. Aparecen en primer plano, en América del Sur, pero también en muchas otras regiones, los misioneros. Propagadores militantes de la fe cristiana, se esfuerzan por sustituir las creencias bárbaras de los paganos por la religión de Occidente. Quebrar la fuerza de la creencia pagana es destruir la sustancia misma de la sociedad. Se trata, claro está, de un resultado buscado: conducir al indígena por el camino de la verdadera fe, del salvajismo a la civilización. El etnocidio se ejerce por el bien del salvaje.

El discurso laico dice lo mismo, por ejemplo la doctrina oficial del gobierno brasileño en lo tocante a la política indigenista: “Nuestros indios, proclaman los responsables, son seres humanos como los otros. Pero la vida salvaje que llevan en la selva los condena a la miseria y la desgracia. Es nuestro deber ayudarlos a liberarse de la servidumbre. Tienen el derecho de elevarse a la dignidad de ciudadanos brasileños y gozar de sus beneficios”. La ética del humanismo es la espiritualidad del etnocidio.

Se admite que el etnocidio es la supresión de las diferencias culturales juzgadas inferiores y perniciosas, un proyecto de reducción del otro a lo mismo, pretende la disolución de lo múltiple en lo uno. El Estado es la puesta en juego de una fuerza centrípeta que tiende a aplastar las fuerzas centrífugas inversas. Se proclama centro de la sociedad, con la vocación de negar lo múltiple, el horror a la diferencia. En resumen el Estado no reconoce más que ciudadanos iguales ante la ley, por tanto toda organización estatal es etnocida.

Pero lo que diferencia a Occidente es el capitalismo como pasaje más allá de toda frontera; es el capitalismo como sistema de producción para el que nada es imposible. La sociedad industrial, la más formidable máquina de producir, es por esto la más terrible máquina de destruir. Razas, sociedades, individuos, espacio, naturaleza, mares, bosques, subsuelo: todo es útil, todo debe ser utilizado, productivo. He aquí la razón por la que no se podía dar tregua a las sociedades que abandonaban el mundo a su tranquila improductividad originaria. La opción que se proponía a estas sociedades era un dilema: ceder a la producción o desaparecer, el etnocidio o el genocidio. A finales del siglo XIX los indígenas de la pampa argentina fueron totalmente exterminados para permitir la crianza extensiva de ovejas y vacas que hicieron la riqueza del capitalismo argentino. A principios del siglo XX cientos de miles de indios amazónicos murieron bajo los golpes de los buscadores de caucho. Actualmente, toda América del Sur, los últimos indios libres sucumben bajo el enorme peso del crecimiento económico, brasileño en particular. ¿Qué peso pueden tener unos pocos millares de Salvajes improductivos a la vista de la riqueza en oro, minerales raros, petróleo, criaderos de bovinos y plantaciones de café?. Producir o morir es la divisa de Occidente.

Los indios de América del Norte lo aprendieron en carne propia, muerto hasta el último de ellos para permitir la producción. Uno de sus verdugos, el general Sherman, lo declaraba ingenuamente en una carta dirigida a un famoso asesino de indios, Buffalo Bill: “Según mis cálculos, había en 1862 más o menos 9 millones y medio de bisontes en las planicies comprendidas entre el Missouri y las Montañas Rocosas. Todos han desaparecido, muertos por su carne, su cuero y sus huesos. Por esta misma fecha había unos 165.00 Pawnees, Sioux, Cheyennes, Kiowas y Apaches cuya alimentación anual dependía de esos bisontes. Ellos también han partido y han sido reemplazados por el doble o triple de hombres y mujeres de raza blanca, que han hecho de esta tierra un vergel y que pueden ser censados, pagar sus impuestos y ser gobernados según las leyes de la naturaleza y la civilización. Este cambio ha sido saludable y se llevará a cabo hasta el fin”.

El general tenía razón. El cambio se llevará hasta el fin, cuando ya no haya nada por cambiar.

2 comentarios:

Blogger Jacobo Muñiz ha dicho...

Es asquerosamente cierto. La Naturaleza creó la variedad y el parásito humano invierte el proceso y acaba con ella a pasos agigantados.

7:34 p. m.  
Anonymous Anónimo ha dicho...

Esa divisa de occidente de "producir o morir" se ahogará en si misma como el mundo no cambie de actitud dando vuelta a sus esquemas,pues podria llegar el momento en que tanta producción no serviria de nada pues...¡estaremos muertos por falta,incluso, de aire puro!.Ojalá lo entendamos de una vez y los gobiernos de tantos estados mas o menos poderosos se pongan manos a la obra aunque se limiten únicamente a respetar:RESPETO es lo menos que se puede pedir y sin embargo parece algo tan difícil como pedir un imposible.Hay que seguir en la denuncia.Hay que perseverar sin rendición.

6:38 p. m.  

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