31.1.07

ROLES DE GÉNERO


El papel de la mujer en el transcurso de los siglos ha ido variando según la economía base de los pueblos y según la importancia que los hombres daban a las tareas realizadas por ellas. Mientras en las sociedades de inicio del Holoceno (10000-7000 a.n.e) las mujeres realizaban labores de recolección y caza menor, además de cuidar del rebaño, lo que constituía una labor destacada, con el incremento del ganado pasa a convertirse en tarea masculina, relegando a la mujer a un plano marginal, puesto que las labores por ellas ejercidas ya no tenían tanto peso dentro de estos grupos de pastores, ellos eran ahora quienes se encargarían de aportar la proteína cárnica, aunque no fuese tan representativa su aportación a la dieta como la de los frutos recolectados por las mujeres. El arte rupestre del Tassili (Argelia) refleja este hecho observándose la disminución de representaciones femeninas desde los inicios del Holoceno hasta el 6000 a.n.e aproximadamente, cuando comienza la ideología pastoral y aumenta el número de representaciones masculinas.

Estudios etnográficos pueden ayudarnos a conocer un poco mejor el modo de entender la sociedad en las poblaciones primitivas de la Prehistoria, en lo que incluimos los roles de género, entendiendo esto como las relaciones y los papeles ejercidos tanto por hombres como por mujeres, insistiendo en la parte femenina, dada la marginación que ésta ha sufrido a lo largo de la Historia, enfocada siempre desde un punto de vista androcéntrico.

Dentro del arte rupestre encontramos terminologías que pueden llevar a confusión, así como denominar a las representaciones humanas como “antropomorfos”, dando por hecho que son hombres aunque no haya ningún motivo que diferencie el género de muchas de ellas. La etnografía ha sido y sigue siendo una interesante aportación para resolver, dentro de cierto límite, algunas de estas cuestiones acerca de las sociedades prehistóricas, sin tener que utilizar la imaginación, en la que muchos investigadores del pasado, basaban algunas de sus teorías sobre los conceptos de vida de los grupos primitivos.

Una de las culturas estudiadas, por ejemplo, es la milenaria cultura Chorrera de Ecuador. Diversos estudios de sus materiales cerámicos documentan hasta tres tipos de representaciones femeninas que son relacionadas con experiencias chamánicas, tras las cuales se elaborarían las piezas en forma de jarras u otros tipos de objetos cerámicos. Las mujeres son vistas como seres sobrenaturales en la mayoría de los casos y los estados de trance provocados por sustancias alucinógenas están atribuidos al dominio masculino, por tanto la realización de estos materiales tendría que asociarse a los hombres. Sin embargo, actualmente en las comunidades amazónicas son las mujeres quienes se encargan de elaborar la cerámica, como probablemente lo fueran en épocas anteriores, así como de recolectar frutos y tubérculos, siendo éstos básicos en su dieta. Son ellas las que cuidan de sus hijos y se ocupan de tareas dentro del hogar. Mientras, los hombres entre caza y pesca descansan o cuidan el territorio, fabrican canoas, hacen cestas y en ocasiones también recolectan.

Muchos modelos arqueológicos en Sudáfrica se han estructurado bajo interpretaciones eurocentristas y androcentristas, marginando los roles femeninos. En la cultura San de Namibia, duramente castigada y arrasada por los colonizadores europeos, se conserva una pequeña parte de su historia en las pinturas rupestres. En ellas observamos, entre otras, figuras humanas vestidas con túnicas que han sido interpretadas directamente como hombres que se inician en la caza. Sin embargo, estudios posteriores demuestran que los hombres ¡kung jamás visten con túnicas, tratándose ésta de una prenda exclusivamente femenina.

En las pinturas rupestres de la Edad del Bronce en Escandinavia, existen unos motivos denominados “marcas copas”, de forma circular y situados en distintas partes de la anatomía de figuras humanas y zoomorfos. Estos motivos han sido objeto de muchas controversias en el intento de atribuirles un significado, a pesar de que en la mayor parte de los casos aparecen ubicados entre las piernas de humanos y animales, pareciendo indicar el sexo femenino de los mismos, ya que los masculinos presentan falos que no son nunca objeto de análisis, puesto que se sobreentiende su significado. Algunos autores incluso se han inclinado por afirmar que todas las pinturas representan a hombres, pese a que posean atributos que cuestionan esta aseveración. Las marcas circulares entre las representaciones animales se interpretaron como el agujero anal, sin ser un motivo diferenciador de género. Posiblemente esto último sea cierto aunque encontramos escenas como en la que aparecen tres figuras humanas: una con falo, otra con marca circular y la tercera neutral. Ello podría indicar la etapa de madurez de cada individuo, siendo exentos de representación de sexo aquellos que todavía no han alcanzado la edad adulta. Pero esta observación no parece tener demasiado peso entre las posibilidades barajadas por algunos investigadores, que como hemos visto anteriormente, prefieren seguir cuestionándose respuestas que no van más allá de la pura lógica y significados más sencillos. Algo parecido sucede con los llamados “ídolos oculados”, consistentes en una línea vertical atravesada en su parte superior por una línea curva debajo de la cual se dibujan dos círculos a cada lado. Entre los investigadores de arte rupestre son denominados ídolos oculados, interpretando los dos puntos como los ojos del individuo. Pero ¿por qué razón no se han planteado que pudiesen tratarse de representaciones femeninas?. Al igual que existen “antropomorfos cruciformes”, es decir, figuras esquemáticas en forma de cruz, pueden existir figuras de mujeres en forma de cruz con los dos puntos que indicarían los senos femeninos.

En cualquier caso, resulta difícil atribuir un significado a un símbolo que pertenece a una cultura pasada y en el caso concreto del arte rupestre pecamos a la hora de interpretar desde una perspectiva actual y un pensamiento occidental, más aún cuando tratamos cuestiones de género, incluyendo la disciplina etnográfica como auxiliar, en la que muchos estudios están influidos por prejuicios masculinos en los que no incluyen la experiencia femenina.

Actualmente existen roles entre los grupos que mantienen tradiciones y costumbres ancestrales, que a nuestro parecer pueden resultar marginales en relación a las mujeres, pero que ellos llevan a cabo y las asumen desde su propio entendimiento, alejado del nuestro en el espacio y en el tiempo. Ello no implica que no exista una visión androcéntrica de la sociedad y que la mujer quede relegada a los ámbitos domésticos, que tampoco han de ser vistos como papeles de escaso valor, puesto que si no fuese por ellas, la descendencia, cuestión más importante de cuantas existan, en términos evolutivos, no estaría asegurada. Quizá las sociedades primitivas repartían las tareas en relación a las habilidades de uno u otro género, teniendo en cuenta también la maternidad y los cuidados que ésta requiere sin la necesidad de ver al sexo femenino como inferior. Eso si, lo insensato es cuando las tareas masculinas, sean cuales fueren, se valoran más que las femeninas.

Así, los estudios etnográficos nos muestran sociedades machistas en las que generalmente el hombre es polígamo y la mujer no, existe la violencia de género, los hombres toman sustancias que los embriagan y no las mujeres, las mujeres cuidan a los hijos y cocinan mientras los hombres cazan y vigilan el territorio. Probablemente en un primer momento, las labores femeninas eran tenidas en consideración de mayor o igual modo que las de los hombres, pero el cambio puede ir unido al momento de transición e implantación de una economía pastoral, en la que el cuidado del ganado se convierte en tarea masculina en cuanto éste aumenta y fue tomando una importancia cada vez mayor, por lo que suponía en la dieta la proteína cárnica.

La situación de las mujeres en muchas tribus actuales, puede deberse a la escala de valores en cuanto a las tareas que se lleven a cabo: el hombre es el guerrero, simboliza la fuerza física ante una mujer que menstrua y la hace débil, el hombre vela por la seguridad del grupo ante los posibles enemigos mientras que la mujer lo hace en el entorno familiar, el hombre elige a sus mujeres y ellas han de atraerlos con adornos corporales y con su virginidad. Y así un sinfín de tradiciones establecidas desde tiempos inmemoriales que nos pueden llevar a pensar en que un factor genético, como es la fuerza muscular se impone ante cualquier otra cualidad humana, al menos en algunas de estas sociedades en las que la capacidad intelectual no es más válida que el poder físico y si lo fuese, en ciertas tareas como la relación con otros grupos o en el nombramiento de líderes, en la mayoría de etnias en estado de primitivismo, se valora la capacidad masculina para tomar decisiones.

Vemos pues que conseguir conclusiones claras acerca de las cuestiones de género resulta difícil, cuanto más al existir aún una visión androcéntrica en la construcción histórica, en la que no se ha prestado atención al papel de la mujer y sí se ha sobreentendido la relevancia del papel del hombre, es decir, no se ha construido una Historia de los seres humanos.

Lo más triste de todo es que no hay que trasladarse a etnias en estado de primitivismo o a grupos prehistóricos. Actualmente, casos como el de las muertes por violencia de género, tan presentes cada día, no revuelve las tripas de los políticos de un país desarrollado al mismo nivel que el terrorismo: distintos modos de atentar contra la vida humana y sembrar miedo, una por razones inexplicables propias de seres demoníacos y otra bajo un trasfondo político igual de inexplicable pero más importante para los líderes de un país. O en la desigualdad de sueldos, menores para mujeres, o mujeres con igualdad o superioridad de currículum que, por ser mujeres, pasan a listas de espera por debajo de hombres con menor capacidad que, por ser hombres, consiguen el puesto. Y así miles de ejemplos que nos hacen plantearnos si en algunos aspectos esenciales todavía somos primitivos, si entre todas estas luchas morales para aceptar a gente de otras culturas y respetarnos unos a otros, nos hemos planteado que todavía se hacen estudios para demostrar quienes tienen más capacidad craneana, si hombres o mujeres. Es decir, aún queda mucho camino para que ambos géneros caigan en la cuenta de que somos personas.

24.1.07

INVESTIGACIONES EN ANTROPOLOGÍA POLÍTICA.

Atanasio, shamán de la etnia cofán de la Amazonia ecuatoriana. Foto: Pete Oxford.


Clastres, P (1987). Gedisa, México

Hace algunos años el término etnocidio no existía. En el espíritu de sus inventores esta palabra estaba destinada a traducir una realidad no expresada por ningún otro término, porque había que pensar en algo nuevo o bien algo viejo pero sobre lo que todavía no se había reflexionado. Se consideró inadecuado el término genocidio, cuyo uso estaba muy difundido desde mucho tiempo atrás.

El concepto jurídico de genocidio se creó en 1946 durante el proceso de Nuremberg, como toma de conciencia en el plano legal de una criminalidad desconocida hasta el momento: el exterminio sistemático de los judíos europeos por los nazis alemanes. El delito jurídicamente definido como genocidio hunde sus raíces, por tanto, en el racismo. Las guerras coloniales que se sucedieron en el Tercer Mundo a partir de 1945 y que, en algunos casos, todavía perduran, dieron lugar a acusaciones precisas de genocidio contra las potencias coloniales. Pero el juego de las relaciones internacionales y la indiferencia relativa de la opinión pública impidieron lograr un consenso análogo al de Nuremberg; jamás hubo persecuciones.

Si el genocidio antisemita de los nazis fue el primero en ser juzgado por la ley, no fue el primero en perpetrarse. La historia de la expresión occidental en el siglo XIX, de la constitución de los imperios coloniales por las grandes potencias europeas, está jalonado de masacres metódicas de las poblaciones autóctonas. Por la amplitud de la caída demográfica que provocó, el genocidio de los indígenas americanos es el que más ha llamado la atención. A partir del descubrimiento de América en 1492, se puso en marcha una maquinaria de destrucción de los indios. Esta máquina aún funciona allí donde subsisten, por toda la gran selva amazónica, las últimas tribus “salvajes”. En el curso de los últimos años se han denunciado masacres de indios en Brasil, Colombia, Paraguay, y siempre ha sido en vano.

En América del Sur se puede encontrar la diferencia entre genocidio y etnocidio, ya que las últimas poblaciones indígenas son víctimas simultáneamente de estos dos tipos de criminalidad. Si el término genocidio remite a la idea de “raza” y a la voluntad de exterminar una minoría racial, el de etnocidio se refiere no ya a la destrucción física de los seres humanos sin a la de su cultura. En suma el genocidio asesina los cuerpos de los pueblos, el etnocidio los mata en su espíritu.

En América del Sur, los asesinos de indios llevan al colmo la posición del Otro como diferencia: el indio salvaje no es un ser humano sino un simple animal. La muerte de un indio no es un acto criminal. ¿Quiénes practican, por otra parte, el etnocidio? ¿quién ataca el alma de los pueblos?. Aparecen en primer plano, en América del Sur, pero también en muchas otras regiones, los misioneros. Propagadores militantes de la fe cristiana, se esfuerzan por sustituir las creencias bárbaras de los paganos por la religión de Occidente. Quebrar la fuerza de la creencia pagana es destruir la sustancia misma de la sociedad. Se trata, claro está, de un resultado buscado: conducir al indígena por el camino de la verdadera fe, del salvajismo a la civilización. El etnocidio se ejerce por el bien del salvaje.

El discurso laico dice lo mismo, por ejemplo la doctrina oficial del gobierno brasileño en lo tocante a la política indigenista: “Nuestros indios, proclaman los responsables, son seres humanos como los otros. Pero la vida salvaje que llevan en la selva los condena a la miseria y la desgracia. Es nuestro deber ayudarlos a liberarse de la servidumbre. Tienen el derecho de elevarse a la dignidad de ciudadanos brasileños y gozar de sus beneficios”. La ética del humanismo es la espiritualidad del etnocidio.

Se admite que el etnocidio es la supresión de las diferencias culturales juzgadas inferiores y perniciosas, un proyecto de reducción del otro a lo mismo, pretende la disolución de lo múltiple en lo uno. El Estado es la puesta en juego de una fuerza centrípeta que tiende a aplastar las fuerzas centrífugas inversas. Se proclama centro de la sociedad, con la vocación de negar lo múltiple, el horror a la diferencia. En resumen el Estado no reconoce más que ciudadanos iguales ante la ley, por tanto toda organización estatal es etnocida.

Pero lo que diferencia a Occidente es el capitalismo como pasaje más allá de toda frontera; es el capitalismo como sistema de producción para el que nada es imposible. La sociedad industrial, la más formidable máquina de producir, es por esto la más terrible máquina de destruir. Razas, sociedades, individuos, espacio, naturaleza, mares, bosques, subsuelo: todo es útil, todo debe ser utilizado, productivo. He aquí la razón por la que no se podía dar tregua a las sociedades que abandonaban el mundo a su tranquila improductividad originaria. La opción que se proponía a estas sociedades era un dilema: ceder a la producción o desaparecer, el etnocidio o el genocidio. A finales del siglo XIX los indígenas de la pampa argentina fueron totalmente exterminados para permitir la crianza extensiva de ovejas y vacas que hicieron la riqueza del capitalismo argentino. A principios del siglo XX cientos de miles de indios amazónicos murieron bajo los golpes de los buscadores de caucho. Actualmente, toda América del Sur, los últimos indios libres sucumben bajo el enorme peso del crecimiento económico, brasileño en particular. ¿Qué peso pueden tener unos pocos millares de Salvajes improductivos a la vista de la riqueza en oro, minerales raros, petróleo, criaderos de bovinos y plantaciones de café?. Producir o morir es la divisa de Occidente.

Los indios de América del Norte lo aprendieron en carne propia, muerto hasta el último de ellos para permitir la producción. Uno de sus verdugos, el general Sherman, lo declaraba ingenuamente en una carta dirigida a un famoso asesino de indios, Buffalo Bill: “Según mis cálculos, había en 1862 más o menos 9 millones y medio de bisontes en las planicies comprendidas entre el Missouri y las Montañas Rocosas. Todos han desaparecido, muertos por su carne, su cuero y sus huesos. Por esta misma fecha había unos 165.00 Pawnees, Sioux, Cheyennes, Kiowas y Apaches cuya alimentación anual dependía de esos bisontes. Ellos también han partido y han sido reemplazados por el doble o triple de hombres y mujeres de raza blanca, que han hecho de esta tierra un vergel y que pueden ser censados, pagar sus impuestos y ser gobernados según las leyes de la naturaleza y la civilización. Este cambio ha sido saludable y se llevará a cabo hasta el fin”.

El general tenía razón. El cambio se llevará hasta el fin, cuando ya no haya nada por cambiar.